Por Roger Cohen | The
New York Times
PARÍS — El 25 de septiembre de 2001, el
presidente ruso Vladimir Putin se dirigió al Parlamento alemán en lo que llamó
“el idioma de Goethe, Schiller y Kant”, aprendido durante su estancia en
Dresde, Alemania, como oficial del KGB. “Rusia es una nación europea amiga”,
declaró. “La paz estable en el continente es un objetivo primordial para
nuestra nación”.
El líder ruso, que el año anterior, a
los 47, había sido elegido tras un ascenso meteórico desde la oscuridad, pasó a
describir los “derechos y libertades democráticos” como el “objetivo clave de
la política interior de Rusia”. Los miembros del Bundestag se pusieron de pie
para aplaudir la reconciliación que Putin parecía encarnar en Berlín, una
ciudad que durante mucho tiempo simbolizó la división entre Occidente y el
mundo totalitario soviético.
Norbert Röttgen, un representante de
centroderecha que durante varios años dirigió la Comisión de Asuntos Exteriores
del Parlamento, fue una de las personas que se levantó para aplaudir la
intervención del líder ruso. “Putin nos cautivó”, dijo. “Su voz era bastante
suave, en alemán, una voz que te tienta a creer lo que te dicen. Teníamos
ciertos motivos para pensar que había una perspectiva viable de unión”.
Hoy, esa unión está hecha trizas. Ucrania arde, asolada por el ejército invasor que Putin envió para demostrar su convicción de que la nacionalidad ucraniana es un mito. Más de 3,7 millones de ucranianos se han convertido en refugiados; la cifra de muertos se incrementa en una guerra de más de un mes de duración y esa voz ronroneante de Putin se ha transformado en el furioso discurso de un hombre encorvado que tacha de “escoria y traidores” a cualquier ruso que se resista a la violencia de su cada vez más estricta dictadura.
Este mes, Putin prometió que a sus opositores
—una “quinta columna” manipulada por Occidente— no les irá bien, mientras hacía
una mueca por el estancamiento de la guerra relámpago que tenía prevista en
Ucrania. Los verdaderos rusos, dijo, “los escupirían como un mosquito que se
les metió en la boca por casualidad” y así lograrán la “necesaria
autodepuración de la sociedad”.
Este distaba de ser el lenguaje de Kant
y era más bien el de la exaltación nacionalista fascista mezclada con la
juventud de Putin en San Petersburgo, tan dura y pendenciera.
Entre estas voces de razón e incitación,
entre estos hombres en apariencia diferentes, se encuentran 22 años de poder y
cinco presidentes de Estados Unidos. Mientras China ascendía, mientras Estados
Unidos luchaba y perdía sus guerras eternas en Irak y Afganistán, mientras la
tecnología conectaba al mundo en una red, un enigma ruso comenzaba a formarse
en el Kremlin.
¿Se equivocaron Estados Unidos y sus
aliados, por exceso de optimismo o ingenuidad, con Putin desde el principio? ¿O
con el tiempo se transformó en el belicista revanchista de la actualidad, ya
sea por la percepción de una provocación occidental, por la acumulación de
agravios o por la vertiginosa intoxicación de un gobierno prolongado y —desde
el inicio de la pandemia de COVID-19— cada vez más aislado?
Putin es un enigma, pero también es una
figura tremendamente pública. Visto desde la perspectiva de su temeraria
apuesta en Ucrania, surge la imagen de un hombre que aprovechó para considerar
casi todos los movimientos de Occidente como un desprecio a Rusia, y quizás
también a sí mismo. A medida que aumentaban los agravios, poco a poco, año a
año, la diferencia se difuminaba. En efecto, se convirtió en el Estado, se
fusionó con Rusia, sus destinos se fundieron en una visión cada vez más
mesiánica de la restauración de la gloria imperial.
De las cenizas del
imperio
“Creo que, para Putin, la tentación
respecto a Occidente era que lo veía como instrumento para construir una gran
Rusia”, dijo Condoleezza Rice, la exsecretaria de Estado que se reunió varias
veces con Putin durante la primera fase de su gobierno. “Siempre estuvo
obsesionado con los 25 millones de rusos atrapados fuera de la Madre Rusia por
la desintegración de la Unión Soviética. Una y otra vez lo planteó. Por eso,
para él, el fin del imperio soviético fue la mayor catástrofe del siglo XX”.
Pero si el resentimiento irredentista
estaba al acecho, junto con la sospecha de un espía soviético hacia Estados
Unidos, Putin tenía otras prioridades iniciales. Era un patriota servidor del
Estado. La Rusia poscomunista de la década de 1990, gobernada por Boris
Yeltsin, el primer líder del país elegido libremente, se había desmoronado.
En 1993, Yeltsin ordenó bombardear el
Parlamento para reprimir una insurgencia; murieron 147 personas. Occidente tuvo
que proporcionar a Rusia ayuda humanitaria, tan grave era su colapso económico
y tan generalizada su pobreza extrema que grandes sectores industriales fueron
vendidos por un precio irrisorio a una clase emergente de oligarcas. Para
Putin, todo esto representaba el caos. Una humillación.
“Odiaba lo que le ocurría a Rusia,
odiaba la idea de que Occidente tuviera que ayudarla”, dijo Christoph Heusgen,
principal asesor diplomático de la excanciller alemana Angela Merkel entre 2005
y 2017. El primer manifiesto político de Putin para la campaña presidencial de
2000 consistía en revertir los esfuerzos de Occidente por transferir el poder
del Estado al mercado. “Para los rusos”, escribió, “un Estado fuerte no es una
anomalía contra la que luchar”. Al contrario, “es la fuente y el garante del
orden, el iniciador y el principal motor de cualquier cambio”.
Pero Putin no era marxista, aunque
reinstaurara el himno nacional de la época de Stalin. Había visto el desastre
de una economía planificada centralizada, tanto en Rusia como en Alemania
Oriental, donde sirvió como agente del KGB entre 1985 y 1990.
El nuevo mandatario trabajaría con los
oligarcas creados por el caótico capitalismo de libre mercado y el
clientelismo, siempre y cuando le demostraran una lealtad absoluta. De no ser
así, serían expulsados. Si esto era una democracia, era una “democracia
soberana”, una frase adoptada por los principales estrategas políticos de
Putin, que hace hincapié en la segunda palabra.
Marcado, hasta cierto punto, por su
ciudad natal, San Petersburgo, construida por Pedro el Grande a principios del
siglo XVIII como una “ventana hacia Europa”, y por su experiencia política
inicial allí, desde 1991, cuando trabajaba en la alcaldía para atraer
inversiones extranjeras, Putin parece haberse abierto con cautela a Occidente
al principio de su mandato.
En el año 2000, habló con el
expresidente Bill Clinton de la posibilidad de que Rusia entrara en la OTAN,
una idea que nunca llegó a concretarse. Conservó un acuerdo de asociación de
Rusia con la Unión Europea firmado en 1994. En 2002 se creó un Consejo
OTAN-Rusia. El hombre de San Petersburgo rivalizaba con el Homo Sovieticus.
Se trataba de un delicado acto de
equilibrio, para el que el disciplinado Putin estaba preparado. “Nunca hay que
perder el control”, le dijo al director de cine estadounidense Oliver Stone en
The Putin Interviews, un documental de 2017. Una vez se describió a sí mismo
como “un experto en relaciones humanas”. Los legisladores alemanes no fueron
los únicos que se dejaron seducir por este hombre de rasgos impasibles e
intención implacable, perfeccionados como agente de inteligencia.
“Hay que entender que viene del KGB,
mentir es su profesión, no es un pecado”, comentó Sylvie Bermann, embajadora de
Francia en Moscú de 2017 a 2020. “Es como un espejo, se adapta a lo que ve, de
la forma en que fue entrenado”.
Pocos meses antes del discurso en el
Bundestag, Putin conquistó al expresidente George W. Bush, quien, tras su
primer encuentro en junio de 2001, dijo que había mirado a los ojos del
presidente ruso y que le había parecido “muy directo y digno de confianza”.
Yeltsin, igualmente convencido, ungió a Putin como su sucesor apenas tres años
después de su llegada a Moscú en 1996.
“Putin se orienta de forma muy precisa
hacia una persona”, me dijo en una entrevista en 2016 en Washington Mijaíl
Jodorkovski, quien era el hombre más rico de Rusia antes de cumplir una década
en una colonia penal siberiana y de que su empresa fuera disuelta por la
fuerza. “Si quiere caerte bien, te caerá bien”.
La última vez que vi a Jodorkovski, en
Moscú en octubre de 2003, fue pocos días antes de su detención por agentes
armados por cargos de malversación. Me había hablado entonces de sus audaces
ambiciones políticas, un delito de lesa majestad inaceptable para Putin.
El ascenso del
autócrata
La finca presidencial boscosa de las
afueras de Moscú era cómoda pero no ornamentada. En 2003, los gustos personales
de Putin aún no eran de grandiosidad palaciega. Los guardias de seguridad
paseaban por el lugar, mirando con atención los televisores que mostraban
modelos de moda en las pasarelas de Milán y París.
Putin, como le gusta hacer, nos hizo
esperar durante muchas horas. Parecía una pequeña demostración de superioridad,
una pequeña descortesía que infligiría incluso a Rice, similar a la de llevar a
su perro a una reunión con Merkel en 2007, cuando sabía que a ella le daban
miedo los perros.
“Entiendo por qué tiene que hacer esto”,
dijo Merkel. “Para demostrar que es un hombre”.
Cuando por fin comenzó la entrevista con
tres periodistas del New York Times, Putin se mostró cordial y concentrado,
cómodo en su fuerte dominio de los detalles. “Estamos firmemente en el camino
del desarrollo de la democracia y de la economía de mercado”, dijo, y añadió:
“por su mentalidad y cultura, el pueblo de Rusia es europeo”.
Habló de “buenas y estrechas relaciones”
con el gobierno de Bush, a pesar de la guerra de Irak, y dijo que “los
principales principios del humanismo —derechos humanos, libertad de expresión—
siguen siendo fundamentales para todos los países”. La mayor lección de su
educación, dijo, fue “el respeto a la ley”.
En ese momento, Putin ya había tomado
medidas drásticas contra los medios de comunicación independientes, había
llevado a cabo una brutal guerra en Chechenia que supuso la destrucción de
Grozni, su capital, y había colocado a funcionarios de seguridad —conocidos
como silovikí— al frente de su gobierno. A menudo eran viejos compañeros de San
Petersburgo, como Nikolai Patrushev, actual secretario del Consejo de Seguridad
de Putin. La primera regla de un oficial de inteligencia es la sospecha.
Cuando se le preguntó por sus métodos,
el presidente se enfureció e insinuó que Estados Unidos no podía reclamar
ninguna superioridad moral. “Tenemos un proverbio en Rusia”, dijo. “Uno no debe
criticar al espejo si uno tiene la cara torcida”.
La impresión predominante fue la de un
hombre dividido tras su inquebrantable mirada. El francés Michel Eltchaninoff,
autor de En la cabeza de Vladimir Putin, dijo que había “un barniz de
liberalismo en su discurso a principios de la década de 2000”, pero la
atracción de restaurar el poder imperial ruso y así vengar la percepción de que
Rusia era relegada a lo que el presidente Barack Obama llamaría “una potencia
regional”, fue siempre el impulso más profundo de Putin.
Nacido en 1952, en una ciudad que en ese
entonces se llamaba Leningrado, Putin creció a la sombra de la guerra de los
soviéticos con la Alemania nazi, conocida por los rusos como la Gran Guerra
Patria. Su padre fue gravemente herido, un hermano mayor murió durante el
brutal asedio alemán de 872 días a la ciudad, y un abuelo había trabajado para
Stalin como cocinero. Los inmensos sacrificios del Ejército Rojo para derrotar
al nazismo no eran abstractos, sino palpables dentro de su modesta familia.
Desde joven, Putin aprendió, como suele decir, que “al débil se le vence”.
“Occidente no valoró lo suficiente la
fuerza del mito soviético, el sacrificio militar y el revanchismo en él”, dijo
Eltchaninoff, cuyos abuelos eran todos rusos. “Cree profundamente que el hombre
ruso está dispuesto a sacrificarse por una idea, mientras que al hombre
occidental le gusta el éxito y la comodidad”.
Putin dio una muestra de esa comodidad a
Rusia en los primeros ocho años de su presidencia. La economía avanzaba a todo
vapor y la inversión extranjera llegaba a raudales. “Fue tal vez la época más feliz
de la vida del país, con niveles de prosperidad y de libertad nunca igualados
en la historia de Rusia”, dijo Alexander Gabuev, investigador principal del
Centro Carnegie de Moscú.
Gabuev, que, como miles de rusos
liberales, huyó a Estambul desde que comenzó la guerra en Ucrania, añadió que
“había mucha corrupción y concentración de riqueza, pero también mucha bonanza.
Y recuerda que en los años noventa todo el mundo era más pobre que una rata”.
Ahora la clase media podía ir de vacaciones a Turquía o Vietnam.
El problema para Putin era que la
diversificación de la economía depende del Estado de derecho. Él había
estudiado Derecho en la Universidad de San Petersburgo y decía respetarlo. En
realidad, el poder resultó ser su imán. Despreciaba las sutilezas legales.
“¿Por qué iba a compartir el poder cuando podía vivir del petróleo, el gas y
otros recursos naturales, y de una redistribución suficiente para mantener a la
gente contenta?”, dijo Gabuev.
Timothy Snyder, un destacado historiador
del fascismo, lo expresó en estos términos: “Habiendo jugado con un Estado de
derecho autoritario, sencillamente se convirtió en el oligarca en jefe y
convirtió al Estado en el mecanismo ejecutor de su clan oligárquico”.
Sin embargo, el país más grande de la
Tierra, que se extiende a lo largo de 11 husos horarios, necesitaba algo más
que la recuperación económica para volver a ponerse en pie. Putin se había
formado en un mundo soviético que sostenía que Rusia no sería una gran potencia
si no dominaba a sus vecinos. Los rumores a las puertas del país pusieron en
entredicho esa doctrina.
En noviembre de 2003, la Revolución de
las Rosas en Georgia puso a ese país camino a Occidente. En 2004 —el año de la
segunda expansión de la OTAN tras la Guerra Fría, que incluyó a Estonia, Lituania,
Letonia, Bulgaria, Rumanía, Eslovaquia y Eslovenia—, en Ucrania estallaron
protestas callejeras masivas, conocidas como la Revolución Naranja. Estas
manifestaciones también surgieron del rechazo a Moscú y la aceptación de un
futuro occidental.
Ahí comenzó el giro de Putin de la
cooperación con Occidente a la confrontación. Sería lento, pero la dirección
general estaba marcada. Una vez, cuando Merkel le preguntó cuál había sido su
mayor error, el presidente ruso respondió: “Confiar en usted”.
El enfrentamiento con
Occidente
A partir de 2004, se hizo evidente un
claro endurecimiento de la Rusia de Putin, lo que Rice, exsecretaria de Estado,
denominó “una ofensiva en la que empezaron a circular estas historias de
vulnerabilidad y contagio democrático”.
Antes de que terminara ese año, el
mandatario eliminó las elecciones para los gobernadores regionales,
convirtiéndolos en personas designadas por el Kremlin. Debido a su propaganda
indiscriminada, la televisión rusa se parecía cada vez más a la televisión soviética.
En 2006, Anna Politkovskaya, una
periodista de investigación que criticaba los abusos de derechos humanos en
Chechenia, fue asesinada en Moscú el día del cumpleaños de Putin. Otro crítico
del Kremlin, Alexander Litvinenko, antiguo agente de inteligencia, que había
calificado a Rusia de “estado mafioso”, fue asesinado en Londres, envenenado
con una sustancia radiactiva por espías rusos.
Para Putin, la expansión de la OTAN
hacia países que habían formado parte de la Unión Soviética o de su imperio de
Europa del Este en la posguerra representaba una traición estadounidense. La
amenaza de una democracia occidental exitosa a sus puertas parece haber
evolucionado hasta convertirse en una amenaza más inmediata para su sistema
cada vez más represivo.
“La pesadilla de Putin no es la OTAN,
sino la democracia”, dijo Joschka Fischer, exministro alemán de Relaciones
Exteriores que se reunió varias veces con Putin. “Son las revoluciones de
colores, las miles de personas en las calles de Kiev. Una vez que abrazó una
ideología imperial y militar como base de una Rusia como potencia mundial, fue
incapaz de tolerar esto”.
Aunque Putin ha presentado a una Ucrania
de tendencia occidental como una amenaza para la seguridad rusa, se trataba más
bien de una amenaza para su propio sistema autoritario. Radek Sikorski,
exministro polaco de Relaciones Exteriores, dijo: “Por supuesto, Putin tiene
razón en que una Ucrania democrática integrada en Europa y con éxito es una
amenaza mortal para el putinismo. Esa, más que la pertenencia a la OTAN, es la
cuestión”.
Al presidente ruso no le gustan las
amenazas mortales, ya sean reales o imaginarias. Si alguien dudaba de la
crueldad de Putin, en 2006 los convenció de ella. Su aversión a la debilidad lo
hizo proclive a la violencia. Sin embargo, las democracias occidentales
tardaron en asimilar esta lección básica.
Necesitaban a Rusia, y no solo por su
petróleo y gas. El mandatario ruso era un importante aliado potencial en lo que
se conoció como la guerra global contra el terrorismo. Coincidía con su propia
guerra en Chechenia y con una tendencia a verse a sí mismo como parte de una
batalla civilizatoria en nombre del cristianismo.
No obstante, Putin se sentía mucho menos
cómodo con la “agenda de la libertad” que Bush anunció en el discurso de su
renovación de mandato en enero de 2005, un compromiso para promover la
democracia en todo el mundo en aras de una visión neoconservadora. En cada
movimiento a favor de la libertad, Putin veía ahora la mano oculta de Estados
Unidos. ¿Y por qué Bush no iba a incluir a Rusia en su ambicioso programa?
Al llegar a Moscú como embajador de
Estados Unidos en 2005, William Burns, ahora director de la CIA, envió un
mensaje sobrio, en el que se disipaba todo el optimismo de la posguerra fría.
“Rusia es demasiado grande, demasiado orgullosa y demasiado consciente de su
propia historia como para encajar en una ‘Europa entera y libre’”, escribió.
Como relata en sus memorias, The Back Channel, Burns añadió que el “interés de
Rusia por desempeñar un papel distintivo de Gran Potencia” causaría “a veces
problemas significativos”.
Cuando François Hollande, el
expresidente francés, se reunió con Putin varios años después, se sorprendió al
ver que se refería a los estadounidenses como “yanquis”, y en términos
mordaces. Estos yanquis “nos han humillado, nos han puesto en segundo lugar”,
le dijo Putin. La OTAN era una organización “agresiva por naturaleza”,
utilizada por Estados Unidos para presionar a Rusia, incluso para agitar
movimientos democráticos.
“Se expresó de forma fría y
calculadora”, dijo Hollande. “Es un hombre que siempre quiere demostrar una
especie de determinación implacable, pero también con un tono de seducción,
casi de dulzura. Un tono agradable se alterna con arrebatos brutales, que así
se hacen más eficaces”.
Cuanto más seguro estaba de su poder,
más parecía que Putin volvía a la hostilidad hacia Estados Unidos en la que se
había formado. Los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado en 1999, durante la
guerra de Kosovo, y la invasión de Irak por parte de Estados Unidos en 2003, ya
le habían infundido una sana desconfianza hacia las invocaciones
estadounidenses de la Carta de las Naciones Unidas y el derecho internacional.
Convencido del excepcionalismo de Rusia, de su destino inevitable de ser una
gran potencia, no podía soportar el excepcionalismo estadounidense, la percepción
de que Estados Unidos lanzaba su poder en nombre de un destino único, de una
misión inherente para difundir la libertad en un mundo en el que Estados Unidos
era la única potencia hegemónica.
En 2007, estos rencores llegaron a su
punto álgido en el feroz discurso que Putin pronunció en la Conferencia de
Seguridad de Múnich. “Un Estado y, por supuesto, en primer lugar Estados
Unidos, ha sobrepasado sus fronteras nacionales en todos los sentidos”, declaró
ante una audiencia conmocionada. Tras la Guerra Fría se había impuesto un
“mundo unipolar” con “un centro de autoridad, un centro de fuerza, un centro de
toma de decisiones”.
El resultado era un mundo “en el que hay
un solo amo, un solo soberano y, al final, esto es pernicioso”. Más que
pernicioso, era “extremadamente peligroso”, y su consecuencia era que “nadie se
siente seguro”.
La amenaza de la
expansión de la OTAN
Después del discurso que Putin pronunció
en Múnich, Alemania aún tenía esperanzas. Merkel, quien creció en Alemania del
Este, y habla ruso con fluidez, había entablado una relación con el mandatario.
Putin puso a sus dos hijos en la escuela alemana de Moscú tras su regreso de
Dresde. Le gustaba citar poemas alemanes. “Había una afinidad”, dijo Heusgen,
el principal asesor diplomático de Merkel. “Un entendimiento”.
Sin embargo, trabajar con Putin no
significaba que se le podía influir. “Creíamos con firmeza que no sería bueno
incorporar a Georgia y Ucrania a la OTAN”, dijo Heusgen. “Traería
inestabilidad”, agregó. Heusgen señaló que el artículo 10 del Tratado de la
OTAN establece que cualquier miembro nuevo debe estar en condiciones de
“contribuir a la seguridad del área del Atlántico Norte”. Merkel no tenía claro
cómo harían eso ambos países.
Sin embargo, durante el último año de la
presidencia de Bush, Estados Unidos no estaba dispuesto a transigir. Bush
quería un “plan de acción para la adhesión” de Ucrania y Georgia, un compromiso
específico para incorporar a ambos países a la alianza, que se anunciaría en la
cumbre de la OTAN de abril de 2008 en Bucarest, Rumania. La expansión de la
OTAN había garantizado la seguridad y la libertad de 100 millones de europeos
liberados del imperio totalitario soviético; no debía detenerse.
En su calidad de embajador, Burns se
opuso. En un mensaje a Rice, que en ese momento era confidencial, escribió: “La
entrada de Ucrania en la OTAN es la más evidente de todas las líneas rojas para
la élite rusa (no solo para Putin)”. En más de dos años y medio de
conversaciones con los principales actores rusos, desde los matones idiotas de
los oscuros recovecos del Kremlin hasta los más agudos críticos liberales de
Putin, todavía no he encontrado a nadie que vea a Ucrania en la OTAN como algo
distinto a un desafío directo a los intereses rusos”.
Ya en febrero de 2008, Estados Unidos y
muchos de sus aliados habían reconocido la independencia de Kosovo de Serbia,
una declaración unilateral que Rusia rechazó por considerarla ilegal, así como
una afrenta a una nación eslava. Bermann, exembajadora de Francia en Moscú,
recordó que el ministro de Relaciones Exteriores ruso, Sergey Lavrov, le
advirtió en aquel momento: “Tenga cuidado, es un precedente, se utilizará en su
contra”.
Francia se unió a Alemania en Bucarest
para oponerse al plan de acción para la adhesión a la OTAN de Georgia y
Ucrania. “Alemania no quería nada”, recordó Rice. “Dijo que no se podía acoger
a un país con un conflicto congelado como Georgia”, en alusión al tenso
enfrentamiento entre Georgia y las repúblicas separatistas de Osetia del Sur y
Abjasia, apoyadas por Rusia.
A lo que el Sikorski, ministro de
Relaciones Exteriores polaco, replicó: “¡Ustedes fueron un conflicto congelado
durante 45 años!”.
Fue difícil hacer concesiones. La
declaración de los líderes de la OTAN manifestó que Ucrania y Georgia “se
convertirán en miembros de la OTAN”. Pero nunca se aprobó un plan de acción que
hiciera posible esa adhesión. Ucrania y Georgia se quedaron con una promesa
vacía, condenadas a vagar indefinidamente en una tierra de nadie estratégica,
mientras que Rusia enfureció y dejó entrever una división que podría aprovechar
más adelante.
“Hoy vemos la declaración y pensamos que
fue el peor de los mundos”, dijo Thomas Bagger, el saliente principal asesor
diplomático del presidente alemán.
Putin acudió a Bucarest y pronunció lo que
Rice describió como un “discurso emotivo”, en el que sugería que Ucrania era un
país inventado, destacaba la presencia de 17 millones de rusos en ese
territorio y calificaba a Kiev como la madre de todas las ciudades rusas, una
afirmación que luego se convertiría en su obsesión.
Para Sikorski, el discurso de Putin no
fue sorprendente. Ese año había recibido una carta de Vladimir Zhirinovski, un
feroz nacionalista ruso que entonces era vicepresidente de la Duma, en la que
sugería que Polonia y Rusia se repartieran Ucrania. “No respondí”, dijo
Sikorski. “No nos dedicamos a cambiar las fronteras”.
Sin embargo, a pesar de todas las
diferencias, Putin todavía no se había endurecido hasta la hostilidad absoluta.
El presidente Bush y Rice se dirigieron a Sochi, el centro turístico favorito
de Putin, en la costa del Mar Negro.
Putin mostró los lugares previstos para
los Juegos Olímpicos de Invierno de 2014. Les presentó a Dmitri Medvédev, su
viejo socio que se convertiría en presidente en mayo, como parte de una maniobra
coreografiada para respetar los límites constitucionales rusos de los mandatos,
pero permitir que Putin regrese al Kremlin en 2012 tras un periodo como primer
ministro.
Hubo bailarines cosacos. Algunos
estadounidenses bailaron y el ambiente era muy bueno.
Tres meses después, estalló una guerra
de cinco días en Georgia. Rusia la calificó de operación de “imposición de la
paz”. Tras haber provocado un impetuoso ataque georgiano contra sus fuerzas de
representación en Osetia del Sur, Rusia invadió Georgia. Su objetivo
estratégico era neutralizar cualquier ambición de adhesión de Georgia a la
OTAN; lo que se consiguió en gran medida. Moscú reconoció la independencia de
Abjasia y Osetia del Sur, integrándolas en Rusia.
Putin, a su manera deliberada, había
dado un primer ultimátum, sin una respuesta occidental significativa.
Nosotros contra ellos
El 7 de mayo de 2012, mientras una salva
de 30 cañonazos resonaba en Moscú y policías antimotines camuflados acorralaban
a los manifestantes, Putin regresó a la presidencia rusa. Nervioso y cada vez
más convencido de la perfidia y la decadencia de Occidente, había cambiado en
muchos aspectos.
El estallido de grandes protestas
callejeras cinco meses antes, en las que los manifestantes llevaban pancartas
que decían “Putin es un ladrón”, había cimentado su convicción de que Estados
Unidos estaba decidido a provocar una revolución de colores en Rusia. Las
manifestaciones estallaron después de unas elecciones parlamentarias en
diciembre de 2011 que fueron ampliamente consideradas como fraudulentas por los
observadores nacionales e internacionales. Los disturbios fueron finalmente
aplastados.
En ese momento Putin acusó a Hillary
Clinton, que en ese entonces era la secretaria de Estado, de ser la principal
instigadora. “Ella marcó el tono para algunos actores en nuestro país y les dio
una señal”, dijo. Clinton replicó que, en consonancia con los valores de
Estados Unidos, “expresamos preocupaciones que creíamos bien fundadas sobre el
desarrollo de las elecciones”.
El estallido de grandes protestas
callejeras cinco meses antes, en las que los manifestantes llevaban pancartas
que decían “Putin es un ladrón”, había cimentado su convicción de que Estados
Unidos estaba decidido a provocar una revolución de colores en Rusia. Las
manifestaciones estallaron después de unas elecciones parlamentarias en
diciembre de 2011 que fueron ampliamente consideradas como fraudulentas por los
observadores nacionales e internacionales. Los disturbios fueron finalmente
aplastados.
En ese momento Putin acusó a Hillary
Clinton, que en ese entonces era la secretaria de Estado, de ser la principal
instigadora. “Ella marcó el tono para algunos actores en nuestro país y les dio
una señal”, dijo. Clinton replicó que, en consonancia con los valores de
Estados Unidos, “expresamos preocupaciones que creíamos bien fundadas sobre el
desarrollo de las elecciones”.
Todo ello pese a los intentos del
gobierno Obama de “reajustar” las relaciones con Rusia durante los cuatro años
que pasó en el cargo el menos duro Medvédev, que siempre estuvo en deuda con
Putin.
Sin embargo, la idea de que Putin
supusiera una amenaza seria para los intereses de Estados Unidos fue descartada
en Washington, porque toda la atención estaba centrada en derrotar a Al Qaeda.
Después de que el gobernador Mitt Romney dijera que la mayor amenaza
geopolítica a la que se enfrentaba Estados Unidos era Rusia, el presidente
Obama se burló de él.
“La Guerra Fría acabó hace más de 20
años”, dijo Obama a modo de lección despectiva durante un debate presidencial
de 2012.
Rusia, bajo la presión de Estados
Unidos, no emitió su voto en 2011 en el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas para una intervención militar en Libia, que autorizaba “todas las
medidas necesarias” para proteger a los civiles. Cuando, en opinión de Putin,
esta misión se transformó en la búsqueda del derrocamiento de Muamar el Gadafi,
asesinado por las fuerzas libias, el presidente ruso montó en cólera. Para él
fue una confirmación más de la ilegalidad con que actuaba Estados Unidos
internacionalmente.
Había algo más en juego. “A Putin lo
atormentaba la brutal eliminación de Gadafi”, dijo Mark Medish, quien fue
director principal de asuntos rusos, ucranianos y euroasiáticos en el Consejo
de Seguridad Nacional durante la presidencia de Clinton. “Me dijeron que
repetía los videos una y otra vez”. La eliminación de un dictador se sintió
como algo personal.
Michel Duclos, quien fungió como
embajador de Francia en Siria y que ahora es asesor especial del Institut
Montaigne de París, un grupo de expertos, considera que Putin tomó la “decisión
de una repolarización” definitiva en 2012. “Se había convencido de que
Occidente estaba en decadencia tras la crisis financiera de 2008”, afirmó
Duclos. “El camino a seguir era la confrontación”, agregó el experto.
En este enfrentamiento, Putin se había
armado con refuerzos culturales y religiosos. Se presentó a sí mismo como la
encarnación machista de los valores cristianos ortodoxos conservadores contra
el abrazo irreligioso de Occidente al matrimonio entre personas del mismo sexo,
el feminismo radical, la homosexualidad, la inmigración masiva y otras
manifestaciones de “decadencia”.
Según Putin, Estados Unidos y sus
aliados pretendían globalizar estos valores subversivos bajo la cobertura de la
promoción de la democracia y los derechos humanos. La Santa Rusia se opondría a
esta nefasta homogeneización. El putinismo, tal y como ahora se concretaba, se
oponía a un Occidente impío y acechante. Moscú volvió a tener una ideología. La
de la resistencia conservadora, y atraía a los líderes de la derecha en toda
Europa y más allá.
También era, al parecer, un reflejo de
algo más. Cuando, en el documental de Oliver Stone, se le pregunta a Putin si
alguna vez tiene “días malos”, su respuesta es: “No soy una mujer, así que no
tengo días malos”. Presionado un poco por el generalmente deferente Stone, el
presidente ruso opina: “Es la naturaleza de las cosas”.
Más tarde, Stone le pregunta sobre los
homosexuales y los militares. “Si se ducha en un submarino con un hombre y sabe
que es gay, ¿tiene algún problema con eso?”. Putin responde: “Bueno, prefiero
no ir a la ducha con él. ¿Para qué provocarlo? Pero ya sabes, soy un maestro
del judo”.
Esto, aparentemente, pretendía ser una
broma.
Pero Putin no estaba bromeando sobre su
desafío conservador a la cultura occidental. Le permitió desarrollar su propio
apoyo en Europa entre los partidos de la derecha dura, como la Agrupación
Nacional Francesa, antes Frente Nacional, que recibió un préstamo de un banco
ruso. El nacionalismo autocrático revivió su atractivo, desafiando al
liberalismo democrático que el líder ruso declararía “obsoleto” en 2019.
Una serie de escritores e historiadores
fascistas o nacionalistas con ideas místicas sobre el destino y la suerte de
Rusia, entre los que destaca Ivan Ilyin, influyeron cada vez más en el
pensamiento de Putin. Ilyin veía al soldado ruso como “la voluntad, la fuerza y
el honor del Estado ruso” y escribió: “Mi oración es como una espada. Y mi
espada es como una oración”. Putin lo citó con frecuencia.
“En el momento en que Putin vuelve al
Kremlin, tiene una ideología, una cobertura espiritual para su cleptocracia”,
dijo Snyder, el historiador. “Ahora Rusia se extiende hasta donde su líder
decida. Se trata de la Rusia eterna, una mezcla de los últimos 1000 años.
Ucrania es nuestra, siempre nuestra, porque Dios lo dice, y no importan los hechos”.
Cuando Putin viajó a Kiev en julio de
2013, en una visita para conmemorar el 1025° aniversario de la conversión al
cristianismo del San Vladimir el Grande, prometió proteger “nuestra patria
común, la Gran Rus”. Más tarde mandó erigir una estatua de Vladimir frente al
Kremlin.
Para Ucrania, sin embargo, esa
“protección” rusa se había convertido en poco más que una amenaza apenas
velada, independientemente de los amplios lazos culturales, lingüísticos y
familiares entre ambos países.
“Polonia ha sido invadida muchas veces
por Rusia”, dijo Sikorski, ex ministro de Relaciones Exteriores polaco. “Pero
recuerden que Rusia nunca invade. Solo acude en ayuda de las minorías
rusoparlantes en peligro”.
Un líder envalentonado
A lo largo de 22 años, el ejercicio del
poder de Putin es, en muchos sentidos, un creciente estudio de la audacia. En
un principio, con la intención de restaurar el orden y ganarse el respeto
internacional —especialmente en Occidente—, se convenció de que una Rusia rica
en ingresos petroleros y en nuevo armamento de alta tecnología podía pavonearse
por el mundo, desplegar la fuerza militar y encontrar escasa resistencia.
“El poder, para los rusos, son las
armas. No es la economía”, dijo Bermann, exembajadora de Francia, que siguió de
cerca la constante militarización de la sociedad rusa por parte de Putin
durante su estancia en Moscú. Le llamó especialmente la atención el grandioso
despliegue de videos de armamento nuclear e hipersónico avanzado presidido por
el presidente en un discurso a la nación en marzo de 2018.
“Nadie nos escuchó”, proclamó Putin.
“Escúchennos ahora”. También dijo: “Los esfuerzos por contener a Rusia han
fracasado”.
Pareciera que Putin creía que era la
encarnación del destino místico de la gran potencia rusa, lo que desaparecería
todos los obstáculos. “Cuando lo conocí, había que inclinarse un poco para
entender lo que decía”, dijo Rice, la ex secretaria de Estado. “He visto a
Putin pasar de ser un poco tímido, a algo tímido, a arrogante y ahora
megalomaníaco”.
Un momento importante en esta evolución
parece haber llegado con la decisión de última hora de Obama en 2013 de no
bombardear Siria después de que Bashar al-Assad, el presidente sirio, cruzara
una “línea roja” estadounidense contra el uso de armas químicas. En su lugar,
Obama llevó el caso de la guerra a un Congreso reticente, y bajo la persistente
amenaza estadounidense y la presión de Moscú, al-Assad accedió a la destrucción
de las armas.
La vacilación parece haber dejado una
impresión en Putin. “Creo que fue decisivo”, dijo Hollande, el expresidente
francés, que había preparado aviones de guerra para participar en el ataque
militar previsto. “Decisivo para la credibilidad estadounidense, y eso tuvo
consecuencias. Después de eso, creo que Putin consideró débil a Obama”.
Ciertamente, Putin intensificó
rápidamente sus esfuerzos para expandir el poder ruso.
Ucrania, al derrocar a su líder
respaldado por Moscú en un sangriento levantamiento popular en febrero de 2014,
y al rechazar de facto las seducciones multimillonarias de Putin para unirse a
su Unión Euroasiática en lugar de buscar un acuerdo de asociación con la UE,
cometió lo imperdonable. Para Putin esto era el espectro devorador de la
revolución de colores hecho realidad. Fue, insistió, un “golpe de Estado”
respaldado por Estados Unidos.
A esto le siguió la anexión de Crimea
por parte de Putin y la orquestación del conflicto militar en el este de
Ucrania que creó dos regiones separatistas respaldadas por Rusia.
Dos décadas antes, en 1994, Rusia había
firmado un acuerdo conocido como el Memorándum de Budapest, por el que Ucrania
renunciaba a su vasto arsenal nuclear a cambio de la promesa de respetar su
soberanía y las fronteras existentes. Pero Putin no estaba interesado en ese compromiso.
Heusgen señaló que el punto de ruptura
para Merkel llegó cuando le preguntó a Putin sobre los “hombrecitos verdes”
—soldados rusos encubiertos— que aparecieron en Crimea antes de la anexión rusa
en marzo de 2014. “No tengo nada que ver con ellos”, respondió Putin, de manera
poco convincente.
“Le mintió: mentiras, mentiras,
mentiras”, aseguró Heusgen. “A partir de entonces, Merkel dejó de creer en todo
lo que le decía”. Ella le decía a Obama que el líder ruso “vivía en otro
mundo”.
Más tarde, cuando Putin ordenó a las
fuerzas rusas entrar en Siria y, en 2016, se embarcó en el feroz bombardeo de
Alepo, Merkel le dijo que el bombardeo tenía que parar. Pero el líder ruso no
quiso.
“Dijo que había algunos combatientes
chechenos y terroristas allí, y que no los quería de vuelta, y que bombardearía
todo Alepo para deshacerse de ellos”, dijo Heusgen. “Fue de una brutalidad
absoluta. Es decir, ¿qué tan brutal se puede ser?”.
Mentiras y brutalidad: los métodos
básicos de la última versión de Putin estaban bastante claros. Para cualquiera
que estuviera escuchando, Lavrov, el ministro de Relaciones Exteriores, lo
había puesto de manifiesto en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2015.
En un discurso tan violento como el de
Putin en 2007, Lavrov acusó a los ucranianos de participar en una orgía de
“violencia nacionalista” caracterizada por purgas étnicas dirigidas contra
judíos y rusos. La anexión de Crimea se produjo porque un levantamiento popular
exigió “el derecho de autodeterminación” en virtud de la Carta de las Naciones
Unidas, afirmó.
Estados Unidos, según Lavrov, estaba
impulsado por un deseo insaciable de dominio mundial. Europa, una vez terminada
la Guerra Fría, debería haber construido “la casa común europea” —una “zona
económica libre” desde Lisboa hasta Vladivostok— en lugar de ampliar la OTAN
hacia el este.
Pero no muchos escuchaban. Estados
Unidos y la mayor parte de Europa —a excepción de las naciones más cercanas a
Rusia— se dejaron llevar por la convicción, pocas veces cuestionada, de que la
amenaza rusa, aunque creciente, estaba contenida; de que Putin era un hombre
racional cuyo uso de la fuerza implicaba un análisis serio de costos y
beneficios; y que la paz europea estaba asegurada. Los oligarcas siguieron
haciendo de “Londresgrado” su hogar; el Partido Conservador de Gran Bretaña se
alegró de recibir dinero de ellos. Figuras prominentes de Alemania, Francia y
Austria aceptaron con gusto sinecuras rusas bien pagadas. Entre ellos, Gerhard
Schröder, excanciller alemán, y François Fillon, ex primer ministro francés. El
petróleo y el gas rusos llegaron a Europa.
Destacados intelectuales, como Hélène
Carrère d’Encausse, secretaria perpetua de la Académie Française y especialista
en historia rusa, defendieron a Putin con firmeza, incluso en el período previo
a la guerra de Ucrania. “Estados Unidos se dedicó a humillar a Rusia”, dijo a
un entrevistador de la televisión francesa, sugiriendo que la disolución
simultánea de la OTAN y el Pacto de Varsovia habría servido mejor al mundo.
En cuanto al expresidente Donald Trump,
nunca tuvo una palabra crítica para Putin, prefiriendo creerle a él antes que a
sus propios servicios de inteligencia acerca de la intromisión rusa en las
elecciones de 2016.
“En retrospectiva, deberíamos haber
empezado hace tiempo lo que ahora tenemos que hacer a toda prisa”, dijo Bagger,
el alto diplomático alemán. “Reforzar nuestro ejército y diversificar los
suministros de energía. En lugar de ello, seguimos adelante y ampliamos los
flujos de recursos procedentes de Rusia. Y arrastramos un ejército vaciado”.
Y añadió: “No nos dimos cuenta de que
Putin se había metido en una mitología histórica y pensaba en categorías de un
imperio de 1000 años. No se puede disuadir a alguien así con sanciones”.
La guerra en Ucrania
Lo impensable puede ocurrir. La guerra
elegida por Rusia en Ucrania es una prueba de eso. Viendo cómo se desarrollaba,
Bermann me dijo que le habían recordado unas líneas de La mancha humana, de
Philip Roth: “Lo peligroso del odio es que, una vez empiezas a sentirlo, lo
experimentas cien veces más de lo que esperabas. Una vez empiezas, no puedes
detenerte”.
En el aislamiento provocado por la
COVID-19, aparentemente redoblado por la germofobia que ha llevado al líder
ruso a imponer lo que Bagger llamó “medidas extraordinarias” para cualquiera
que se reúna con él, pareció que todas las obsesiones de Putin sobre los 25
millones de rusos perdidos en su patria durante la desintegración de la Unión
Soviética cobraron fuerza.
“Algo pasó”, dijo Bermann, que fue recibida
por un sonriente Putin cuando presentó sus credenciales como embajadora en
2017. “Habla con una nueva rabia y furia, una especie de locura”.
Rice quedó igualmente impactada. “Algo
es definitivamente diferente”, dijo. “No controla sus emociones. Algo está
mal”.
Después de que el presidente de Francia,
Emmanuel Macron, se reunió con Putin en extremos opuestos de una mesa de seis
metros el mes pasado, declaró a los periodistas que el mandatario le pareció
más rígido, aislado e ideológicamente inflexible que en su reunión previa
celebrada en 2019. Los asistentes de Macron describieron a Putin como
físicamente cambiado, con la cara hinchada. “Paranoico” fue la palabra elegida
por el principal asesor diplomático del presidente francés para describir un
discurso de Putin justo antes de la guerra.
El hecho de que Ucrania tocó a Putin de
alguna manera bastante perturbadora es evidente en el tratado de 5000 palabras
sobre “La unidad histórica de rusos y ucranianos” que escribió en su
aislamiento el verano pasado y que ordenó distribuir a los miembros de las
fuerzas armadas. Con argumentos que se remontan al siglo IX, dijo que “de
hecho, Rusia fue despojada”. Ucrania es ahora el hogar de “radicales y
neonazis” que pretenden borrar cualquier rastro de Rusia.
“Nunca permitiremos que nuestros
territorios históricos y las personas cercanas que viven en ellos sean
utilizados contra Rusia”, escribió. “Y a los que emprendan tal intento, me
gustaría decirles que así destruirán su propio país”.
En retrospectiva, su intención es
bastante clara, muchos meses antes de la invasión. Así se lo pareció a
Eltchaninoff, el autor francés. “La religión de la guerra se había instalado”,
dijo. “Putin había sustituido lo real por un mito”.
¿Pero por qué ahora? Putin había llegado
a la conclusión de que Occidente es débil, dividido, decadente, entregado al
consumo privado y a la promiscuidad. Alemania tenía un nuevo líder y Francia
unas elecciones inminentes. Había logrado consolidar una asociación con China.
Materiales de inteligencia deficientes lo convencieron de que el Ejército ruso
sería recibido como libertador en, al menos, grandes extensiones del este de
Ucrania. La COVID-19, dijo Bagger, “le había dado una sensación de urgencia, de
que el tiempo se estaba acabando”.
Hollande, el expresidente, tenía una
explicación más sencilla: “Putin estaba ebrio de su propio éxito. En los
últimos años, ha ganado mucho”. En Crimea, en Siria, en Bielorrusia, en África,
en Kazajistán. “Putin se dice a sí mismo: ‘Estoy avanzando en todas partes.
¿Dónde estoy en retirada? ¡En ninguna parte!’”.
Eso ya no es así. De un solo golpe,
Putin impulsó a la OTAN, puso fin a la neutralidad suiza y al pacifismo alemán
de posguerra, unió a una Unión Europea que había estado fragmentada, perjudicó
a la economía rusa de cara a los años por venir, provocó un éxodo masivo de
rusos educados y reforzó lo mismo que negó que hubiera existido, de una manera
que resultará indeleble: la nacionalidad ucraniana. Se ha visto superado por el
ágil y valiente presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, un hombre del que se
burló.
“Ha deshecho en un abrir y cerrar de
ojos los logros de su presidencia”, dijo Gabuev, el investigador principal del
Carnegie de Moscú, ahora en Estambul. Para Hollande, “Putin ha cometido lo
irremediable”.
El presidente Joe Biden ha llamado a
Putin “bruto”, “criminal de guerra” y “asesino”. “Por el amor de Dios, este
hombre no puede seguir en el poder”, dijo en Polonia el sábado. Sin embargo, el
líder ruso conserva profundas reservas de apoyo en Rusia, y un férreo control
sobre sus servicios de seguridad.
Que el poder corrompe es bien sabido.
Una inmensa distancia parece separar al hombre que se ganó el Bundestag en 2001
con un discurso conciliador y al líder que despotrica contra los “traidores
nacionales” seducidos por Occidente que “no pueden prescindir del foie gras,
las ostras o las llamadas libertades de género”, como dijo en su discurso sobre
escoria y traidores de este mes. Si la guerra nuclear sigue siendo una
posibilidad remota, es mucho menos remota que hace un mes, un tema de
conversación habitual en las mesas de toda Europa mientras Putin persigue la
“desnazificación” de un país cuyo líder es judío.
Es como si, tras coquetear con una nueva
idea —una Rusia integrada en Occidente—, Putin, que cumplirá 70 años este año,
volviera a algo más profundo en su psique: el mundo de su infancia tras la
victoria de la Gran Guerra Patria, en la cual Rusia regresaba para liberar a
los ucranianos del nazismo y Stalin recuperaba su estatura heroica.
Con su asalto a los medios de
comunicación independientes completado, su insistencia en que la invasión no es
una “guerra” y su liquidación de Memorial International, la principal
organización de derechos humanos que narra la persecución de la era de Stalin,
Putin ha vuelto a sus raíces en un país totalitario.
Röttgen, que se puso de pie para aplaudir a Putin hace 21 años, me dijo:
“Creo que en este punto o gana o está acabado. Acabado políticamente, o acabado
físicamente”.